En los Premios Nobel 2017, como en la edición anterior, se ha vuelto a ningunear a las mujeres. Los galardones se han repartido entre 11 hombres y una organización. No es la primera vez que esto sucede. De hecho, desde 1901, año en el que se concedieron los primeros Premios Nobel, 847 hombres han recibido el preciado galardón, mientras que el número de mujeres premiadas es solo de 49. Las cifras hablan por sí solas, ¿verdad?
En los Premios Nobel de ciencias las diferencias son todavía mayores: 19 mujeres frente a 659 hombres. Hace varias décadas estas desigualdades podían atribuirse a la escasez de candidatas, pero hoy día ya no es así. La incorporación de la mujer al ámbito de la investigación en las disciplinas que concurren al Nobel es un hecho. No en vano, en Europa, por ejemplo, las mujeres ostentan casi el 60% de las licenciaturas y el 40% de puestos docentes en las universidades.
De esta forma, es lógico pensar que el cupo de científicas de prestigio ha de ser muy parecido al de sus homólogos masculinos. De hecho, para los Premios Nobel 2017, existían varias candidatas bien posicionadas: Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna (Medicina), Lene Vestergaard Hau y Sandra M. Faber (Física), Carolyn Bertozzi (Química).
Esta brecha de género en los Premios Nobel es un disparate; también desde un punto de vista pedagógico, pues desaprovecha la oportunidad de promocionar las ciencias entre niñas y jóvenes, algo que se antoja de gran importancia si queremos evitar que se pierda el talento de tantas y tantas mujeres.
Aun así, muchos señalarán que los méritos de los ganadores fueron superiores a los de las citadas candidatas y que los Premios Nobel no se crearon para hacer pedagogía, sino para premiar la excelencia.
Estoy seguro de que el primero de los argumentos no es complicado discutirlo, pero ni tengo conocimientos suficientes, ni considero que en este medio fuera factible hacerlo. Sí creo, sin embargo, que es posible y oportuno desmontar el segundo, y para eso tan solo es necesario que nos remontemos a la época en la que se instituyeron estos premios.
La historia de los Nobel es muy conocida y puede resumirse en lo siguiente. En 1888, Alfred Nobel, un ingeniero y fabricante de armas sueco, famoso por ser el inventor de la dinamita, lee en un periódico francés su propia esquela funeraria, que se titulaba “El mercader de la muerte ha muerto”. Obviamente, se trataba de un error, pues el que había fallecido era su hermano. La cuestión es que gracias a la metedura de pata de los periodistas el adinerado industrial empezó a reflexionar sobre cómo sería recordado. De ahí que en su último testamento destinara la fortuna que atesoraba a crear unos premios que debían otorgarse a aquellas personas cuyas actividades o investigaciones científicas supusieran un gran beneficio para la humanidad.
Como puede observarse, la finalidad perseguida por el ingeniero sueco al crear los galardones no es que estos sirvan de distinción al mérito dentro de una disciplina, sino construir un relato autobiográfico que calmara su conciencia y cambiase la visión que de él tenían muchos de sus coetáneos. De esta forma, sería recordado por algo más positivo que el haber inventado la dinamita.
Se trata, por tanto, de una narrativa elaborada conscientemente por su protagonista para influir en el pensamiento de los demás y construir de esta forma una idea diferente a cerca de su persona. Con el paso del tiempo, dicha narrativa, ha sido reelaborada por el ideario colectivo, atribuyéndole unas connotaciones mucho más altruistas, como la compensación, la reparación o la rectificación.
Por tanto, considero que el origen de los Nobel es, ante todo, un relato pedagógico sobre la capacidad que tenemos los humanos para reinventarnos y trabajar para mejorar el mundo. Y ese carácter pedagógico debiera transmitirse a través de la concesión de los premios, no únicamente los valores de la competitividad o el reconocimiento al mérito.
Desgraciadamente, los Premios Nobel 2017 parecen una edición del siglo anterior, porque las instituciones encargadas de asignar estos galardones, además de acrecentar las suspicacias sobre su imparcialidad, han perdido la oportunidad de hacer pedagogía y de trabajar por un mundo mejor, pues, ¿acaso no es un enorme beneficio para la humanidad aprovechar el talento de todas esas niñas y jóvenes cuyas originales ideas podrían solucionar los problemas a los que tengamos que enfrentarnos en las próximas décadas?
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